Esta semana cumplí años. Llegué a los sesenta y cinco. Sí, ya entré oficialmente al corillo Medicare. Es una edad que choca. Y choca más todavía cuando no sientes los años de la forma que pensabas los ibas a sentir cuando llegaras. En la víspera de mi cumple hasta reggaetón bailé con parte del equipo de trabajo de BeHealth en Colombia. Tengo edad para ser abuela de muchos de esos muchachos, pero yo por momentos me siento como una más con ellos.
Este es el segundo año que celebro mi cumple en Colombia ya que ha coincidido con nuestros encuentros internacionales de trabajo para BeHealth. Recuerdo que el año pasado, esperando en la fila de aduanas al llegar a Bogotá, un jovencito muy amable se me acercó para decirme que “por mi edad” yo cualificaba para la fila de personas mayores e impedidas. Viajaba con cuatro compañeros de trabajo quienes, por supuesto, explotaron de la risa cuando el joven me sugirió que yo era una persona mayor (que lo soy, estoy clara). Me negué a cambiarme de fila con la excusa de que prefería continuar con el grupo, todos menores de cuarenta años. Al ratito llega otro joven a decirme lo mismo. Le agradecí y volví a negarme.
Este año fuimos más los boricuas que viajamos juntos, y en el revolú del aeropuerto, cada uno terminó haciendo la fila de aduana por su lado, o en grupitos pequeños. Todas las filas eran larguísimas. Pero en esta ocasión, la invitación a moverme a una más rápida no llegó de un jovencito que se me acercó. De repente oigo la voz de una mujer que me grita desde dos filas más adelante “Señora, señora, ¿qué edad usted tiene?” Y todo el mundo volteándose hacia donde mí. Yo estaba en shock. “¿Yo?” le pregunté. “Sí, usted”, respondió. “¿Qué edad usted tiene?” ¿Pero ella como mujer no sabe que eso no se pregunta y menos a todo pulmón? Inhale, exhale y pensé, que importa, si aquí nadie me conoce. Y le grité de vuelta con orgullo: “Sesenta y cinco”. “Pues venga para acá que esta fila es más corta.” Así se dio mi primer encuentro cercano con la “viejitud”.
Pero una de las noches en Colombia terminé cenando sola en un restaurante cercano el hotel. Algunos iban a cenar a una hora que era muy tarde para mí, y otros a lugares más retirados así que decidí ir a un restaurante italiano frente al cual había caminado varias veces y encontraba hermoso. Pero no fue hasta que llegué al lugar y pedí mesa para una sola persona que me di cuenta de que el nombre del lugar es “Storia D’Amore” (Historia de amor). Por un momento se me apretó el pecho. Un sitio hermoso con un nombre tan romántico, y yo cenando sola. Pero nuevamente respiré y entré. Decidí sentarme en la barra. Pedí una copa de prosecco y me puse a observar el lugar y, en el proceso, a observarme por dentro.
La vida me ha regalado grandes historias de amor, pero en esos momentos no podía pensar en nadie con quien me hubiese gustado estar allí. Estaba con quien tenía que estar, conmigo. Y repasé un poco lo que significa cumplir estos sesenta y cinco años: las alegrías, las tristezas, los errores cometidos y los logros alcanzados. Y me sentí orgullosa de mi misma, de poder experimentar en estos momentos comodidad dentro de mi piel y de mi capacidad de visualizar con ilusión tantas metas por alcanzar. Y me convencí nuevamente de algo de lo cual hablo frecuentemente en mis charlas y escritos: es imposible amar a otros saludablemente si no comenzamos por hacerlo con nosotros mismos.
A ustedes, mis lectores, les agradezco ser parte de mi vida y darle propósito.
Y lo único que puedo regalarles en mi cumpleaños es el deseo de que descubran que la mejor historia de amor es la que vivimos con nosotros mismos. Un abrazo grande de parte de esta “senior” que todavía no sabe lo que va a ser cuando sea grande.