Las mujeres de mi vida
Soy quien soy gracias a las mujeres en mi vida. No es que no haya tenido ejemplos en varones, pero siempre he sentido que las mujeres han sido las fuertes en mi familia.
De mi abuela materna recibí siempre ternura y cariño. Ella era un saquito de amor. Su vida giraba alrededor de mi abuelo, sus hijas y, cuando llegamos nosotros, sus nietos. Mi abuela paterna murió cuando yo apenas tenía un año de nacida. Era una mujer de mucha fe, pero una católica de avanzada, muy adelantada a su época. Me cuentan que en los años cincuenta escribía una columna de “bridge” o canasta, no estoy segura de cual, para el diario El Imparcial. Hubiese querido tanto conocerla mejor.
Mi madre ya a los treinta años tenía cinco hijos, cuatro mujeres y un varón, yo siendo la mayor. En otras palabras, cada año y medio estaba embarazada. Se me hace difícil recordar a mami sin barriga en mis primeros diez años de vida. Y a sus cuarenta parió a la sexta. Y para echar para adelante seis hijos con un marido actor, quien en ocasiones no contaba con un ingreso fijo, ella siempre tuvo dos trabajos. Diseñaba y anudaba collares para la joyería de la familia en el Viejo San Juan, y después del mediodía se cambiaba de ropa, se ponía leotardo y zapatillas, y enseñaba ballet y bailes españoles en el estudio que todavía está en la casa donde nos criamos. El baile había sido su pasión desde joven, y cuando me llevó a mi primera clase de ballet a los cuatro años se le ocurrió que, si montaba su propio estudio, podría continuar conectada a su pasión, generar un ingreso extra y economizar el costo de las clases para sus hijas.
Tres generaciones de niñas y adolescentes pasaron por ese estudio en los casi cuarenta y cinco años que enseñó, presentando recitales que fueron producciones exquisitas en teatros como el Tapia y el de la Universidad de Puerto Rico, entre otros.
Cuando cerró el estudió se metió de lleno a la joyería de la familia la cual abre hoy a sus ochenta y cinco años todos los días junto a mi hermano y hermana. Se niega a retirarse porque no solo lo disfruta todavía, sino porque (pienso) que no sabría qué hacer con su vida si no sintiera que está siendo productiva de alguna forma.
Sus dos hermanas, ya fallecidas, estuvieron siempre con ella al frente del negocio, y aunque peleaban en cantidad porque eran tres universos diferentes, cuando se cerraba la puerta nadie se llevaba rencores o corajes. Y cuidado con que alguno de nosotros criticara a una frente a las otras, porque se defendían como leonas. Perderlas ha sido difícil porque fue como perder dos madres.
Mis tías paternas también eran tremendos personajes. Con una de ellas, en su casa en Miami, pasaba horas escuchando conferencias de teólogos de avanzada. Publicó dos libros, uno de ellos de poesía, y dejó escrita una novela que nunca he podido leer, pero que me gustaría hacerlo y, quién sabe si publicarla de forma póstuma como un homenaje a lo mucho que significó en mi vida. Mi otra tía, Eva Luz, fue cónsul de Nicaragua durante muchos años y cuando murió a sus noventa y pico, todavía tenía el título de “cónsul honoraria”. Y ni hablar de mis hermanas, cada una de ellas profesionales dentro de campos como la publicidad, el baile y el diseño de joyas. Todas mujeres creativas, talentosas y trabajadoras. Lo mismo puedo decir de mis primas que son como hermanas, amigas más cercanas, y compañeras de trabajo que he tenido a través de estas cuatro décadas en los medios que estoy celebrando este año. Me siento bendecida por las mujeres que me rodean, lo que he aprendido de ellas, y lo que seguiré aprendiendo. A ellas, y a todas las mujeres que se fajan todos los días por crecer y servir a otros, felicidades en nuestro día, semana y mes. Seguimos la lucha por nuestros derechos, pero disfrutando apasionadamente la vida en el proceso.