Es curioso cómo entre una manicurista y su clienta se pueden entablar lazos que llevan a la confesión de muchas cosas que jamás imaginamos hablaríamos con alguien que conocemos hace relativamente poco. Pero así somos las mujeres, o por lo menos la mayoría. Somos capaces de formar un grupo de apoyo en cualquier esquina, logrando conexiones emocionales a veces muy profundas, con personas que apenas conocemos.
Es natural que, en mi caso, conociendo mi trabajo como coach de vida y motivadora, sean muchos los que se acerquen a contarme situaciones que tal vez no se atreven a hablar con todo el mundo. Es una confianza que aprecio y que de alguna forma le da propósito a mi vida. No es que les de consejos necesariamente, pero escucho y trato de apoyar en lo que pueda. Tiendo a poner a la gente a pensar.
Es curioso cómo en ocasiones he recibido correos electrónicos de personas que no conozco agradeciéndome el que de alguna forma los haya inspirado o motivado con mis palabras o escritos. Lo irónico es que muchas veces no puedo hacer lo mismo con personas que sí conozco, y menos aún con mis seres queridos más cercanos. He hablado sobre el tema en charlas con profesionales de salud mental y coinciden en que les ocurre lo mismo. Pero eso no quiere decir que no intentemos ayudar o por lo menos estar ahí cuando esas personas necesitan un hombro para llorar.
Volviendo a la manicurista, el otro día mientras me hacía las uñas, me comentó que ella, a sus cuarenta y pico, ha aprendido a no permitir que le roben su paz ciertas situaciones que antes le molestaban. “Eso es producto de la madurez,” le respondí. “Es una de las cosas maravillosas que viene con la edad, que aprendemos a escoger nuestras batallas”. Y el aprender a hacerlo va de la mano con otra fortaleza, esa que nos lleva a identificar que puedo controlar y que no. Esa capacidad para soltar el control es el primer paso obvio para entonces escoger la batalla. ¿Y qué podemos controlar nosotros? En realidad, no mucho.
Recuerdo que en una ocasión le hice esa pregunta a una clienta de coaching y su respuesta fue “puedo controlar a mis hijos”. Pero a medida que fluyó la sesión se dio cuenta de que no era cierto. Sus hijos son hoy adultos. Es natural que cuando son menores los padres ejercen mucho más control. Pero llega un momento en que lo único que puedes controlar es lo que les diste: valores, educación, sentido de ética y ejemplo. Pero no tienes control ninguno de lo que van a hacer una vez salgan por la puerta. ¿Y cual es la señal de que estás intentando controlar algo sobre lo cual no tienes control alguno? El que pierdas tu paz. Generalmente lo que nos saca de nuestro centro es el que las cosas no salgan como quisiéramos. De la misma forma en que nos drenamos cuando quisiéramos ayudar a una persona a enderezar su vida o tomar mejores decisiones, y esa persona no está lista.
Si nos ponemos a analizar las fuentes de nuestras mayores preocupaciones seguramente vamos a encontrar que tienen que ver con situaciones que nosotros no podemos controlar. Hay cosas por las cuales vale la pena pelarse las rodillas y los codos, pero no son la mayoría. Hay personas cuyas vidas quisiéramos transformar, pero no están listas para sanar y/o alcanzar su máximo potencial. Entender esta verdad es el secreto de vidas balanceadas y felices. Inevitablemente llegarán bofetadas cósmicas a jamaquearnos, pero si aprendemos a escoger nuestras batallas, el tiempo de recuperación será mucho menor. Comienza hoy a soltar el control. Y escoge tus batallas.